martes, 8 de diciembre de 2015

Nuevos dioses y un mismo amor

Últimamente estoy dándole vueltas a una idea que aparece claramente expresada en películas del cineasta Tarkovski como Sacrificio (1986) o, todavía más explícitamente, en Solaris (1972). El cineasta ruso plantea la tesis de que la condición para que exista el amor es la conciencia de la mortalidad, propia o ajena. Es decir, sólo puede amarse aquello que uno sabe puede perder, de ahí que acciones sacrificiales en aras de la salvación de realidades como la humanidad, el planeta, o todo lo que no sea uno mismo, tienen sentido si el redentor se ha situado desde un punto de vista lo suficientemente lejano para contemplar la fragilidad de éstas. Vemos el árbol, pero no vemos el bosque, suele decirse, por lo que hay que alejarse del bosque para verlo, y para verlo como un árbol más, como una realidad sujeta a los mismos infortunios y adversidades. El amor nace entonces como una respuesta a la conciencia de la fragilidad de las cosas. Quizá sea el deseo de preservación, y no el de poderío, lo que está detrás de todo.

Si esto es así, ningún Dios puede amar, no debería amar. ¿Tendría sentido que un ser inmortal amase algo que sabe nunca va a perder? Si el amor es protección y amparo, y éstos se alimentan de la percepción de la fragilidad del objeto amado, el amor sólo puede existir entre seres frágiles conscientes de su fragilidad. En un mundo de seres inmortales el amor sería totalmente prescindible. Ya no habría nada que proteger. Por ello, me cuesta conciliar la idea cristiana del amor como condición del ser –el mundo es porque hay amor- con la idea de la inmortalidad de Dios y de las almas. Más bien, me inclino a pensar que Dios mismo –como concepto y  creencia- es otra respuesta al sentimiento de fragilidad que nos inspira este mundo sujeto al infortunio y a la adversidad. Lo que habría que examinar, en este sentido, es por qué esta creencia –traducida a una serie de hábitos y modos de vida - ha dejado de servirnos como forma de protección, y qué está ocurriendo para que otros dioses nacientes (como la Técnica, ese dios incipiente al que todos adoramos y rendimos sacrificio sin apenas proponérnoslo) estén ocupando su lugar.

3 comentarios:

M. A. Velasco León dijo...

Por eso la misma religión cristiana propuso que el único modo de amar a Dios es hacerlo en los próximos, tan frágiles como nosotros(al menos lo propuso en determinada época y determinado grupo dentro de ella). En ese sentido Dios sería necesariamente frágil, puesto que depende de nosotros para ser amado, y en ese sentido para ser (dios es amor también se ha dicho). La cuestión de la creación y la omnipotencia metafísica que se le atribuye es un añadido que cristaliza sobre todo a partir de Agustín y algún otro santo padre del s. III, porque en su origen judío ese tema es casi anecdótico.
No creo que amemos esos nuevos dioses, simplemente establecemos una relación de dependencia, proyectamos fantasías y deseos con la inconsciente confianza de que serán colmados.
¡Que grandes películas las que esculpió en el tiempo Tarkovski! Es uno de mis cineastas

David Porcel Dieste dijo...

Muy interesante lo que planteas respecto a la religión cristiana y san Agustín. Respecto de los nuevos dioses, tengo la impresión de que esperamos de la Ciencia y de la Técnica aquello que antes el hombre encontraba en deidades trascendentes. No vemos en Ellas sólo un medio al servicio de nuestros fines, sino, sobre todo, una manera de recibir amparo, protección, consuelo... de ahí que les rindamos tributo constantemente. ¿Acaso la perfección técnica no representa el cumplimiento del viejo ideal cristiano sobre la tierra? Ha pasado el tiempo en el que la tecnología se limitaba a facilitar las labores humanas. Ahora la técnica se ha convertido en una nueva manera de habitar la tierra y de relacionarnos con ella y los demás. Ya no tenemos la técnica, sino que es ella la que nos tiene...., de ahí tengamos que adorarla para seguir habitándola. Saludos

David Porcel Dieste dijo...

De Tarkovski, además de las citadas, recomiendo Stalker.